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Por qué celebrar la Biblia

Por Joaquín Yebra.

     Durante un período de más de 1.400 años fue formándose esa colección de libros que conocemos por el nombre de Biblia o Sagradas Escrituras Judeo-Cristianas. Sus redactores vivieron en un amplio territorio que comprende desde la Península Itálica a la parte Occidental de Mesopotamia, y Persia hacia el Oriente.

 

Fueron hombres heterogéneos en el tiempo, en sus culturas, lenguas y profesiones –reyes, gobernadores, campesinos, pastores, legisladores, poetas, pescadores, artesanos, carpinteros, sacerdotes y profetas- que escribieron o inspiraron a otros a escribir en clave de diversos géneros literarios, como narrativa histórica y epopéyica, profecía, poesía lírica y religiosa, tratados didácticos, sapiencia popular y proverbial, legislación civil y religiosa, biografía y autobiografía, testimonios y correspondencia personales, alegoría, tipología, parábola, teología y apocalíptica.

 

Pero en medio de tanta variedad de tiempos, lenguas, culturas y géneros, no hallamos en las Sagradas Escrituras una mera antología de un pasado remoto, sino un hilo conductor que partiendo de los orígenes nos lleva hasta el encuentro con el Unigénito Hijo de Dios, el Verbo de Dios Encarnado, Jesucristo el Señor, Uno con el Padre.

Joaquín Yebra

Todo estudiante de la historia sabe que la civilización occidental y la Biblia han caminado de la mano. Igualmente, las Sagradas Escrituras evidencian que la cristiandad no es el resultado de un esfuerzo filosófico, ni que haya surgido en un tubo de ensayo, sino que su historicidad está absolutamente arraigada en la experiencia con Dios del pueblo de Israel, y muy particularmente la influencia del Decálogo en la labor legislativa universal.

 

Sin Biblia es imposible explicar la evolución filosófica y científica de Occidente, pasando por el Renacimiento y la Ilustración, hasta llegar a nuestros días, ya en el tercer lustro del siglo XXI, cuando la disposición generalizada camina hacia la secularización, pero le resulta imposible ignorar la realidad de la influencia de la Biblia en el ethos y el pathos de la cultura occidental y su influencia en todo el orbe. 

 

La Biblia ha sido traducida, y continúa siéndolo, a más lenguas que ningún otro libro, comenzando por la magna obra de la Septuaginta o Versión de los LXX, del hebreo y el arameo al griego, hacia el año 250 a.C. A esto hemos de sumar el hecho de que la Biblia ha sido instrumento insuperable en la normalización de muchas lenguas occidentales.

 

En otro orden de cosas, la distribución de la Biblia, según informes de las Sociedades Bíblicas Unidas, han sido en el último año de más de 627 millones de ejemplares, habiéndose traducido completa o en porciones a un 90% de las lenguas de nuestro mundo.

 

La manera en que las Sagradas Escrituras han pasado de generación en generación ha permitido que contemos con más evidencias de su conservación que ninguna otra pieza literaria de la antigüedad, lo que hemos de agradecer todos a la pulcritud y esmero de los escribas hebreos por su amor a la Santa Palabra de Dios.

Pero no pensemos que la conservación de la Biblia y su transmisión hayan sido gratuitas. Muchos hombres y mujeres han arriesgado su vida en esa labor, e incluso la han perdido,  desde los días del Imperio Romano, cuando el emperador Diocleciano trató de destruir todos los ejemplares de las Sagradas Escrituras, hacia el año 303 d.C., pasando por todos los siglos. Incluso dentro del propio mundo oficialmente cristiano, donde ha habido quienes han sido brutalmente asesinados por traducir las Escrituras a la lengua del pueblo, dándose el paradójico caso de que la Roma papal incluyera la Biblia en su Índice de Libros Prohibidos.

 

Sin duda, la magna característica de la Biblia radica en que se trata del único documento en el que se profetiza para Israel y para todas las naciones el Adviento del Mesías prometido al pueblo hebreo, y Deseado de todos las naciones; un mensaje de esperanza que no puede hallarse en las diversas profecías que han circulado por las culturas de este mundo.

En las Escrituras Hebreas que conocemos como “Antiguo Testamento”, expresión que empleamos sin connotación alguna a una posible mala interpretación, como si se tratara de algo pasado, sino sólo como expresión referida a sus antiguas raíces, encontramos nada menos que 322 profecías sobre la persona del Mesías prometido, quien descenderá de la simiente de Sem, Abraham, Isaac, Jacob, Judá, Jesse y David.

 

Nacerá en Belén Éfrata, de la tribu de Judá (“Casa de Pan”), de una doncella virgen, anunciado por una luminaria celeste a los sabios persas de la religión de Zoroastro, que vendrán a rendirle tributo.

 

Realizará muchas señales prodigiosas, pero no para reivindicar su Deidad, sino para mostrar a los hombres lo que significa la cercanía del Reino de Dios, hoy latente por la presencia del Espíritu Santo, y que se hará patente en el Segundo Adviento de Jesucristo, hecho Señor y Mesías Triunfante. Esa es nuestra Esperanza Bienaventurada, la manifestación gloriosa de nuestro Dios y Señor.

 

Calmará las aguas encrespadas, liberará a los oprimidos, sanará a enfermos devolviendo la vista a los ciegos, el habla a los mudos, fortalecerá las rodillas paralizadas, multiplicará el pan y el pescado, no para acumular sino para repartir, y mostrará en su misericordia que efectivamente Él es el Admirable Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno y Príncipe de Paz, como fue anunciado por los profetas.

Su enfrentamiento con los representantes oficiales de la religión institucionalizada será inevitable. Habrá que acabar con Él. Es un estorbo a la casta acomodada, vendida al imperio de turno.  Su actuación pone en evidencia la doble moral del sistema imperante y la avaricia de sus agentes. Roma le acusará de pretender ser el “Rey de los Judíos”, cuando sólo el César y a quien él nombrara podía ser “rey”. Para el alto clero del Templo de Jerusalem, en vergonzoso amancebamiento con el poder, la acusación sería de proclamarse “Hijo de Dios”, lo que implicaba la blasfemia de hacerse igual a Dios.

 

Aquellas serían las causas contra Jesús de Nazaret. Pero Él entregaba su vida por nosotros, los humanos, sus hermanos menores, a quienes vino para darnos el perdón de los pecados y la vida abundante, plena, eterna. El Justo por los injustos, para llevarnos a Dios.

 

Todas las profecías respecto a su rechazo por parte de muchos, comprendidos sus discípulos más íntimos, su padecimiento, muerte, sepelio, resurrección y ascensión al seno del Padre, de donde había venido, se cumplieron al milímetro, y así están recogidas en el texto bíblico.

 

Nos costaría cubrir todos los detalles, comprendidos algunos minúsculos, sobre el cumplimiento de las profecías bíblicas en torno a la vida, palabra y obra de Jesús el Cristo. Por eso creemos con certidumbre que ese mismo Jesús que vino en carne humana para estar entre nosotros, como uno de nosotros, para dar su vida por nosotros, igualmente cumplirá su promesa de venir a buscar a los suyos en el Gran Día de Dios.

 

“Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre.” (Juan 20:30-31).

 

“Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí.” (Juan 5:39).

 

Sin pretender haber sido exhaustivos mostrado todo lo que las Sagradas Escrituras representan, creemos que bastaría con esto para que la celebración de un “Día Mundial de la Biblia” tuviera sentido, y para que todos los días las Sagradas Escrituras formaran parte de nuestra dieta.

 

 

 

 

 

 

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